sábado, 4 de julio de 2009

Los hijos

Hace once años, en Montevideo, yo estaba esperando a Florencia en la puerta de casa. Ella era muy chica; caminaba como un osito. Yo la veía poco. Me quedaba en el diario hasta cualquier hora y por las mañanas trabajaba en la Universidad. Poco sabía de ella. La besaba dormida; a veces le llevaba chocolatines o juguetes.
La madre no estaba, aquella tarde, y yo esperaba en la puerta de casa el ómnibus que traía a Florencia de la guardería.
Llegó muy triste. No hablaba. En el ascensor hacía pucheros. Después dejó que la leche se enfriara en el tazón. Miraba el piso.
La senté en mis rodillas y le pedí que me contara. Ella negó con la cabeza. La acaricié, la besé en la frente. Se le escapó alguna lágrima. Con el pañuelo le sequé la cara y la soné. Entonces, volví a pedirle:
-Andá, decime.
Me contó que su mejor amiga le había dicho que no la quería.
Lloramos juntos, no sé cuánto tiempo, abrazados los dos, ahí en la silla.
Yo sentía las lastimaduras que Florencia iba a sufrir a lo largo de los años y hubiera querido que Dios existiera y no fuera sordo, para poder rogarle que me diera todo el dolor que le tenía reservado.

Eduardo Galeano